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Muchas vueltas le he dado. Me hace gracia la publicación navideña de cada año, y al hilo de la Newsletter enviada hoy mismo, me viene a la cabeza la feliz idea de abrir el cajón de la nostalgia, no siempre buena, de la Navidad. Válido para los de mi generación para reírse un poco con suerte, y para los nacidos en el siglo XXI a modo de «historia reciente de España».

Hace pocos días escuché a una madre comentar con tono nostálgico que cuando los abuelos no estuvieran ya, estas celebraciones no volverían a ser lo mismo. Quizás fue un comentario un tanto exagerado. Los tiempos han cambiado pero no tanto. Cuando yo no tenía ni quince años, había quienes se iban de cena por ahí, y había quienes consideraban la cena de Nochebuena (y subsiguientes eventos) como un evento ineludible salvo enfermedad muy grave o asuntos laborales. En mi casa éramos de estos segundos. Siempre era en casa de mi abuela materna, donde no me explico cómo cabíamos seis personas. Era una de estas casas muy pero que muy viejas y con estancias muy pero que muy pequeñas. Había que mover la mesa de la cocina al comedor, donde había que recolocar otros elementos, y rascando los marcos de las puertas para hacerla llegar a su ubicación. Eran los días en los que había manteles y vajillas a los que no se les veía el pelo el resto del año. Peleas con bogavantes vivos, centollos, nécoras, cigalas, y un despliegue de carne y/o pescado digno de los mejores banquetes. Sustituid el contenido de la mesa por lo que se consuma más en cada región. En mi caso, vivo en Galicia. Espera, que me olvidaba de los turrones. Antes no había toda esa gama de sabores exóticos como el chocolate con churros, cheesecake, tarta de la abuela, tres chocolates y otras delicatessen. El turrón duro, el blando, y el Suchard, ahora a 4,99 aunque parezca mentira. Uy, que hay más. Las uvas siempre eran de esas pequeñas, blanditas, dulces y con muchas pepitas. Gracias a esas uvas tardé en recobrar la tolerancia a esa fruta, ahora que las hay grandotas y sin pepitas. No podía faltar escuchar el mensaje del Rey, ahora emérito. El auténtico. El de toda la vida.

Por mucho tiempo, todo eso y muchas más cosas eran las de toda la vida en Navidad y nadie lo cuestionaba. Una de las mayores manifestaciones del modelo familiar tradicional. Tanto es así que luego venían los lamentos cada vez que alguien faltaba. Era llegar los turrones (cuando aparecían a su hora y no antes de Halloween), y parte de la alegría se convertía en tristeza. Mi bisabuela materna lamentó desde que tuve uso de razón que esas navidades podrían ser las últimas, y obviamente un año se cumplió la profecía. Pero tardó bastantes años.

Hoy los tiempos son distintos. El modelo de familia está en entredicho. Que si cada uno puede ser lo que quiera, que si las nuevas tendencias políticas tiran piedras sobre quienes reclaman algo tan loco como la familia tradicional, (activando modo ironía) que son esas cosas de la extrema derecha (desactivando el modo ironía), y personajillos como ese Eduardo Casanova diciendo que le agobia la Navidad porque como que la gente está obligada a ser feliz. Vaya, vaya. Tenemos ante nosotros a un esquirol de la felicidad. En realidad nadie está obligado a ser feliz. Solo a pagar impuestos y pocas cosas más. Y ya que hablamos de pasta, el Eduardo este cobró unos 300.000 euros por hacer la película o serie esa de las vampiras con VIH cuando sus cuatro amigos generaron menos de sesenta euros de recaudación el primer fin de semana. Perdón, que me desvío. A lo que voy es a que gente como esta se esfuerza en dar visibilidad a un colectivo que tanta atención necesita como las vampiras (en femenino) con enfermedades venéreas como la que el mismo director ya ha admitido que tiene cuando paradójicamente el papá, la mamá y los niños son quienes más gasolina necesitan ahora.

Modernidades y aspectos hiperconsumistas aparte, habiendo pasado mi enemistad con la Navidad, y siendo ahora yo uno de los managers de las fiestas, cada vez tengo más ganas de recobrar parte de las cosas de siempre, pero no todas. No somos ya de tener una vajilla que se usa solo una vez al año, ni nos ponemos locos con el marisco por mucho que vivamos en Galicia y por ahí se piense que nuestras mesas rebosan de cigalas. Además nos hemos pasado al panettone de chocolate (nada de pasas), y a los turrones exóticos. Pero lo que sí me gustaría conservar es dar la posibilidad (que no obligar o coaccionar) a la familia de sentarse a la mesa a charlar, comer y beber. Después de todo, los chavales están de vacaciones, muchos estamos también descansando y hace un frío del carajo ahí afuera. ¿Qué hacer para pasar el tiempo? Pues meterse en casa con la calefacción y brindando con Freixenet o equivalente no pinta a mal plan. Incluso aunque sea con algún que otro cuñado premium de esos que no se callan ni debajo del agua.

Pero para que esta fórmula funcione, y para terminar, lo que no puede pasar es que el resto del año nos estemos tirando los trastos vilmente a la cabeza, pretendiendo que luego una mesa, un pavo y unos chocolates limpien toda la roña acumulada. Como ser una bruja e ir a misa los domingos. Eso que sucede en tantas casas es el origen de las manías a las fiestas, cuando todo el veneno se fue sembrando el resto del año, desde muchos años atrás. Cuando una pareja se trata mal, San Valentín no suele arreglar nada, ¿verdad?. Pues la Navidad es el punto de control de la familia, así que hay que ir de cara y asegurarse de que solo nos sentemos con quien queramos y así el espíritu de la Navidad tradicional hará su trabajo.

Felices fiestas gente, en especial a los que soléis llegar hasta este punto. Tomaos unas copas a mi salud.

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