Empecemos hoy con una escena de la película Toy Story que cada vez que me viene a la cabeza sonrío mentalmente. Es esta:
Representa muy bien cómo funcionan las cosas hoy, y antes también. Quizás cuando vi la película por primera vez no era tan consciente, pero hoy veo hombrecillos verdes, ganchos y Buzz Lightyears por todos lados. Pero sobre todo, hombrecillos verdes. Estamos todos metidos en una enorme máquina sin alma donde la mayoría mira hacia arriba pensando que alguna deidad, o lo que es peor, alguna entidad de carne y hueso nos tienda la mano y nos acoja, nos ayude, nos guíe, y ya puestos a pedir, nos defienda cuando algo va mal. Igual que cuando tenemos tres años y papá y mamá hacen de entidades todopoderosas y pueden mover montañas chasqueando los dedos.
Igual que el señor Miyagi le enseñó a Daniel-san a partirle le cara al bully que le hacía la vida imposible, y de paso éste le pintó las vallas del jardín y le pulió la chapa de su coche, he conocido a gente que ha tenido sus mentores, que sin tener un cargo oficial como hoy existe en al menos algunas compañías tecnológicas, han sabido compartir su sabiduría para que alguien levantase el vuelo. Y eso es muy buena cosa, pero me temo que no se ve demasiado. Lo que tristemente se estila más es encontrarse con encantadores de serpientes con camisa, quizás chaleco y probablemente un SUV de alta gama con rasgos psicopáticos que le habrán permitido trepar hasta el despacho desde el cual maneja a sus subordinados como marionetas.
Mi primer jefe fue lo más parecido a un mentor que he tenido. Hay que tener en cuenta que siempre me ha gustado ir a mi bola y aprender por mi cuenta, pero no puedo negar que aprendí de él ciertas bases para navegar a duras penas por un mar lleno de pirañas. Me he dado cuenta muchos años después de dejar de trabajar con él, cuando tenía con quién comparar. De ahí la importancia de no casarse con nadie (laboralmente hablando). Lo que puedo decir de él es que no era un ídolo falso y eso es un piropo bastante gordo. De hecho, tampoco parecía que quisiera ser un ídolo. Luego siempre nos encontramos con quienes se ponen la máscara de oro, se suben al altar con la túnica colorida y los brazos en alto como un pavo real abriendo las plumas y haciendo bailes elaborados de manera que quienes se dejen seducir por todo ese artificio, vayan detrás igual que las ratas perseguían a aquel flautista.
No daré datos concretos, porque luego me dicen que si tengo títulos provocativos o soy demasiado incisivo y no sé qué, pero puedo decir que en una ocasión me crucé con alguien en una empresa con quien había coincidido en un proyecto anterior muy de pasada. No podía opinar de conocimientos ni nada porque yo me dedicaba a otros asuntos y evaluar era complicado, pero era alguien que, de acuerdo a los rumores, controlaba bastante. El caso es que en la nueva empresa le iba bien, y cada vez que teníamos una de esas reuniones para toda la empresa donde nos elogiábamos a nosotros mismos, esta persona soltaba frases del estilo «..porque tenemos el mejor equipo del mundo…», además de otros mensajes forzada y exageradamente triunfalistas. A ver, está bien tener espíritu positivo, pero al menos a mi, me resultaba como un poco artificial todo aquello. Al menos encajaba con la atmósfera que se respiraba en la cúpula, y eso, lamentablemente, es lo importante, amigos.
Como soy así de sociable, un día lo convoqué con intención de tener una charla distendida. ¿Qué puedo decir? Siempre lo hago y creo que eso no cambiará. El tema es que me pareció alguien del todo menos cercano, y todos los intentos por pasar un rato agradable fracasaron miserablemente. No es que quisiera ganarme su beneplácito, porque quien me conozca sabrá que no hago cosas tan lamentables, pero me encontré con una barrera importante, y a los pocos días, todo eran de nuevo titulares en primera plana, planes grandilocuentes y sonrisas a los C-levels (para los de la LOGSE, los ejecutivos) delante del gran público.
Suelo desconfiar mucho de alguien cuando hay un contraste tan grande dependiendo del contexto en el que se encuentre. La cara menos amable de las personas suele ser la dominante. Todo lo que haya encima son adornos comprados en el bazar oriental más cutre. No hace falta decir que desistí en hablar de nuevo con esta persona. No era mi rollo para nada.
Tiempo después, poco antes de que mi relación laboral con la empresa terminase, conocí a un miembro del supuesto mejor equipo del mundo, con quien teníamos contactos en común de proyectos pasados (una de las muchas pruebas de lo pequeño que es el pañuelo), y realmente esta persona llegaba a admirar a su jefe. Nos conocimos en un viaje que tuvimos que hacer donde se comentarían líneas de trabajo para el resto del año y tal, donde pude ser testigo de más actuaciones donde su jefe nos iluminó con su saber.
Nos desplazamos unos meses en el futuro y la empresa empezó a hacer aguas, y llegaron los recortes. Este chico que conocí, sin saberlo, vio como se abría la trampilla debajo de sus pies y caía al agua. La verdad es que me había caído muy bien. Se veía alguien simpático, se notaba que controlaba, y lo más importante, siempre veía una única versión de su forma de ser. Lo encontré por LinkedIn más tarde para ver cómo estaba y para no enrollarme, decir que estaba bastante decepcionado sobre todo por la manera tan fría y poco adecuada de haber sido despedido, y llegó a afirmar que su carismático líder solo quería formar una especie de comité fiel que le ayudase a llegar a lo más alto, y para ser parte de ese comité por lo visto eran necesarios ciertos requisitos que él no cumplía. Si estuviera en su lugar, tampoco los hubiera cumplido yo.
Al final resultó que este responsable no era más que un ídolo falso. Con muchos conocimientos y experiencia, no me cabe duda, pero a nivel de ser alguien inspirador desde mi particular forma de ver las cosas, una apuesta arriesgada. Y en la actualidad, por si alguien tenía dudas, ya está en otro lugar haciendo posiblemente lo mismo, pero sobre todo, dejando por ahí mensajes de estos de maestro Yoda sobre la importancia del compañerismo, la importancia de las capacidades adecuadas para formar parte del equipo, lo mucho que le gusta trabajar cualquier día de la semana debido al «compromiso» y una sarta de lecciones que solo sirven para pulir un poco más su ego dorado. Si hubiese encontrado a Daniel Larusso, me temo que lo hubiera dejado en la cuneta antes de aprender a dar cuatro patadas.
En mi último proceso de selección, para hacer un contraste, he tenido conversaciones con personas mucho más influyentes y con más departamentos a cargo y que hasta ahora han demostrado la humildad de la que carecen los ídolos falsos. Personas que a pesar de estar probablemente cobrando cifras astronómicas, he visto ayudar a mover sillas y colocar bandejas con pinchos para luego dar una charla a cincuenta personas con el mismo sentido del humor que después está igualmente presente en conversaciones privadas que sigo experimentando hoy.
No es que tenga una lista de ídolos a los que siga. No me gusta el fenómeno fan. No me veréis haciendo cola a la intemperie por nadie o en primera fila de un concierto con una pancarta con corazones. Pero dentro de mi manera de entender lo que una persona vale, siempre he encontrado a personas a las que he llegado a admirar por motivos varios, siempre camuflados entre los demás seres verdes de tres ojos, y que en general no gozaban de una popularidad brutal.
Quizás el púlpito, el palco o el escenario son los lugares que pervierten el alma de las personas. O quizás solo pisan esos lugares quienes no tienen alma. Lo que puedo afirmar es que estoy contento y hasta orgulloso de no haber seguido el juego a gente como la que he descrito hoy, y no veo especialmente felices a quienes todavía hoy siguen bajo el paraguas de quienes no me vi capaz de soportar. Por algo será, supongo. Si piensas parecido a mi, entonces pasa de Buzz. No abras los brazos si ves el gancho descender. Igual que te eleva, seguramente te dejará caer. Lo bueno está siempre por ahí oculto y muy poco evidente, así que afina cada uno de tus tres ojos, pequeño ser verde.





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