Uy, uy, que nos metemos en temas complicados de relatividad… En realidad no. Es un tema mucho más de andar por casa, que a decir verdad, puede tener como consecuencia una especie de distorsión de cómo se percibe el tiempo, a pequeña escala. Hablo, en resumen, de esa sensación que todos experimentamos cuando nuestra vida se empieza a llenar de responsabilidades que hace que, parpadeando una vez, pasemos de Navidad a Carnavales, otro parpadeo para Semana Santa, y otra vez para llegar por arte de magia al verano. Luego inicio de curso escolar, Black Friday, y el ciclo vuelve a empezar, una y otra vez. Incluso puede que estos ciclos se aceleren sensiblemente año tras año, y eso no es nada bueno, porque puede que nos entre el canguelo pensando que cualquier día vamos a despertarnos el día de nuestra jubilación, pero sin tenerla (para los de 40 o menos, lo siento). Por cierto, todo esto está muy ligado a este otro artículo.
Bien, pues como esta conversación la mantuve hace pocos días, he vuelto a leer algún que otro artículo por encima para que no se me quede nada en el tintero, y seguir algunos estándares medianamente científicos. Después de todo, aunque no lo parezca, soy un hombre de ciencias, así que me pongo la bata blanca y un boli Bic en el bolsillo para continuar.
Veranos infinitos
Quien no haya hablado de esto, no sé en qué agujero se esconde. Cuando se terminaba el colegio, allá por la era del EGB, tenía la sensación de lo que hoy sería equivalente a tomarme un año sabático (que ojalá lo pueda hacer alguna vez). La mochila con los libros quedaban aparcados, prácticamente me mudaba a casa de mis abuelos, a donde, en esencia, durante el verano había que fichar para comer, merendar y dormir. Con, digamos, diez años, teníamos todo resuelto con una bici, el típico balón Mikasa, que era como jugar al fútbol con un pedrusco, y vecinos, primos o una mezcla de todo. Luego ya con quince, añadimos cosas como el PCfútbol, el Need for Speed o el Fifa 98, con la mítica canción «Song 2» de Blur. Pero esto solo ocupaba una pequeña porción de nuestro tiempo. Como niños de la vieja escuela, nos pasábamos el día por ahí.
El caso es que cuando llegaba septiembre, ver a los colegas de nuevo era casi como empezar de nuevo. Todo el mundo como loco por ver al resto, morenos de haber ido a la playa, y con mil historias que contar. Hoy, ves a alguien tres años más tarde, y la respuesta a la pregunta «¿Que tal va todo?» suele ser: «Todo como siempre».
Lo que dice la ciencia
Hay un par de temas aquí. Uno de carácter puramente fisiológico, y otro que tiene que ver con los cambios en el estilo de vida a medida que envejecemos.
Empezaré por las causas fisiológicas porque son menos divertidas, y así lo que considero más interesante, queda para el final. Para que no se os ocurra dejar a medias esto. La clave está en la estructura de nuestro cerebro. Pensemos en que cuando somos pequeños, nuestro cerebro es más pequeño también, y no tiene todavía las conexiones que existirán décadas más tarde, pero a pesar de ser más simple, está preparado para recibir más estímulos del exterior. Como una cámara de fotos que dispara una vez por minuto, digamos.
A medida que crecemos, todo se vuelve más complejo en nuestra cabeza. Los circuitos neuronales son más complejos. Pensemos en una red en la que al principio los conductos miden un metro, y luego pueden llegar a medir más de 100. Esto hace que, como contrapartida a poder tener un intelecto mayor, por la maraña de conexiones que se van creando con el tiempo, la cantidad de fotos que nuestra mente saca baja, sencillamente porque todo se vuelve más complejo, y el recorrido que hacen esas imágenes es más largo. Todo esto produce que mientras arreglamos ese acelerador de partículas, esas horas pasarán volando, cuando para un chaval de ocho años, sería una eternidad.
En cuanto al segundo punto, que es el que creo que es más interesante, y va unido al primero, es la cantidad de nuevos estímulos que recibimos, y lo que significa para nosotros las nuevas experiencias en cuanto a nuestra edad. Un año para un chaval de 10 años es una décima parte de toda su existencia, que parece poco pero es una burrada. Con el tiempo, ese ratio baja hasta que un año lo vemos como comentaba al principio: cada vez que parpadeamos, pasa un trimestre.
De pequeños, cada día pasaban cosas que eran nuevas para nosotros. Un capítulo nuevo de Dragon Ball Z salía en el canal autonómico de turno (ahora que lo pienso, ahora que se emite Daima, parece que el tiempo no ha pasado, pero si), siempre encontrábamos algo entretenido y nuevo en qué pasar el tiempo… En definitiva, estrujábamos cada segundo de nuestra existencia para como las naranjas por la mañana, y ahora, las preocupaciones, el estrés, compromisos y otras historias nos comen el día.
El experimento
Una de las reglas que nunca sigo acerca de cómo hacer una publicación efectiva es terminar con una llamada a la acción para enganchar al lector. Lo haré por primera vez.
Como a muchos, no me gusta la sensación de que viajo por ahí con una percepción temporal muy distinta a mis hijos, y aunque por motivos obvios, es imposible ver todo de manera relajada y distendida, sí que creo que se puede hacer algo para mejorar. Para quienes estén en la locura de niños pequeños, paciencia, porque durante esa etapa, la misión cada día es manejar todo con cierta soltura y dignidad, y poder descansar para volver a empezar al día siguiente. En la era moderna de familia y curro, toca ir con la lengua fuera. Pero todo mejora después. Empiezan a aparecer momentos para respirar, y esos momentos van a ser gloria si se aprovechan bien. Y en caso de no tener chavales, a lo mejor el agobio del trabajo se estira como un chicle para ocupar todo el día.
Suena a tontería, pero creo que de lo poco que podemos hacer es dedicarnos tiempo cuando sea posible, no caer en calmar los nervios con nada que implique hacer scroll infinito en el móvil, hacer un buen uso de ese superpoder que la edad nos da, que es que nos la sople todo infinito, y no querer controlar lo que no podemos. Seguro que hay un puñado de cosas de las que podríamos pasar, o subcontratar, yo qué se. Aburrirse, que parece que hoy está prohibido, es una excelente práctica. Y sobre todo, fijarnos en los detalles, y hacer cosas nuevas. A bombardear a nuestro perezoso cerebro con tareas que nos hagan estar fuera de nuestro elemento. Así es como el tiempo puede volver a una velocidad medianamente normal.
Ya hablaremos para ver si las navidades llegan tan pronto como siempre.





Deja una respuesta