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Cuando se cuenta una historia, debe llevar un mensaje, que debe aparecer casi de manera imperceptible en la mente del lector. Si no, no hay historia que valga. Y hoy estoy aquí para hablar un poco sobre lo cómodos que nos estamos volviendo, y de lo que nos enseña jugar en modo difícil, que no es otra cosa que unos útiles mecanismos para poder sacar nuestras propias castañas del fuego. No siempre estamos en momentos de bonanza. Hay veces en las que hay que apañarse con lo que hay, y mejor que quejarse, siempre es adaptarse.

El garaje barato

Actualmente, el garaje que tengo en el edificio donde vivo, en comparación con los de hace 20 años, es un lujo. Se entra por una puerta y se sale por otra. Las vías de acceso a las plazas son siempre de un único sentido, las plazas son bastante amplias, y aun siendo un garaje, no parece ese lugar en el que en cualquier momento aparecerá un payaso con una motosierra corriendo mientras los neones parpadean irregularmente. Pero no siempre he sido usuario de este tipo de instalaciones que casi se pueden considerar de lujo.

En la temporada en la que intentaba hacer que mi empresa saliera a flote sin éxito, teníamos la oficina montada en un entresuelo en el centro de la ciudad. Ir en autobús no era del todo cómodo, así que íbamos en coche, y tocaba meter moneda en la zona azul. En mi ciudad, al menos, había un límite de importe, así que tocaba bajar a renovar cada dos horas, y eso era una lata.

Con estas, nos pusimos a buscar una plaza de garaje en el centro, como la gente pudiente. Tras barajar varias opciones, apareció una extrañamente barata, y a dos minutos a pie de la oficina. No había mucho que perder, así que llamamos para pedir información. El paisano era un hombre muy majo, la verdad. Y preocupado por la viabilidad de su contrato con los arrendatarios de su plaza de garaje. Finalmente, quedamos en el garaje en cuestión con él.

Tras presentarnos, nos pidió que, con él, intentásemos aparcar en la plaza. Sí, nos pidió llevar el coche. Estábamos en la prueba de acceso. Y ahora llega el momento de hacer un ejercicio de abstracción, para hacer una imagen mental de aquel garaje. Luego comento el precio por mes.

La entrada era la salida también, eso no hace falta ni decirlo. El edificio además era bastante estrecho, cosa que ya no auguraba nada bueno. En el primer nivel, había seis plazas. Tres a cada lado en línea, dejando entre las dos filas el hueco justo para que pasase un coche. Para bajar al siguiente nivel, tocaba hacer una horquilla de 180º a la izquierda, que era imposible de hacer sin maniobrar al menos cuatro veces, eso si no estaba el primer nivel lleno, en cuyo caso, se complicaba todo bastante porque, no es broma, estaba todo muy apretado.

Tras hacer la horquilla, llegamos a un nivel intermedio en el que había tres plazas, esta vez en batería. Un lugar muy pequeño. Y si estaban los tres coches, cosa que casi nunca ocurría, era más complicado todavía girar. Y con esto, bajamos al siguiente nivel, donde ya tenía la plaza, a la izquierda, en una de esas tres plazas en línea, iguales al primer nivel. Más abajo había otros niveles, y en el fondo de todo había un viejo coche a cuyo dueño le habrá resultado imposible sacarlo de aquel lugar porque las telarañas que lo cubrían me daban pistas de los años que llevaba ahí tirado.

El profesional

Tras pasar la prueba y aceptar aparcar en lo que bauticé como la mazmorra, los aparcamientos iniciales eran un poco tediosos. Las dos horquillas del demonio eran una lata, y me esmeraba para no rayar el coche, cosa que, increíblemente, nunca sucedió. He de decir también, que concretamente, el tema de aparcar, se me da bien. Y después de mi gesta en la mazmorra, más.

Pensaba que era una especie de maestro del aparcamiento por mantener la integridad de mi coche en aquel lugar tan peligroso para la chapa. Pero un día, cuando me disponía a recoger el coche, vi a alguien salir del garaje. Venía de un nivel inferior, y todo. Conducía un Talbot viejísimo, pero con la chapa perfecta. Y lo increíble es que apareció en el nivel 3 subiendo marcha atrás. Luego paró, y subió al siguiente nivel, conduciendo hacia adelante. Como me pasmaba su habilidad, me acerqué a ver qué hacía, y en ese pequeño nivel con tres coches en batería, donde la plaza del medio estaba, como casi siempre, vacía, metió el coche de cabeza, puso marcha atrás, y subió nuevamente marcha atrás por la rampa que iba al primer nivel, para luego salir a la calle de cara.

No sé si me expliqué con claridad con las hazañas del héroe de la mazmorra, pero el tío no hacía maniobras para salir de aquel endiablado garaje. Subía las rampas en un sentido o en otro con el coche, de manera que nunca tenía que hacer giros de 180º. Y a partir de ese momento empecé a hacer lo mismo. Y eso que mi coche era un poco más grande que el suyo. También es verdad que iba más despacio, y tenía un nivel menos que subir.

Desde entonces, ese tío se convirtió para mí en «El profesional». Y sus proezas me inspiraron a seguir sus pasos, y a subir rampas de garaje marcha atrás para ahorrar tiempo. Hubiera preferido tener una cómoda y amplia plaza en el centro, pero aquella costaba solamente 35 euros al mes, y no estaba la economía para echar cohetes.

Aquello, como cualquier situación en la que nos encontramos jugando en modo experto, fue una experiencia interesante no solo para pagar poco, y en efectivo cada final de mes, sino para acomodarme a situaciones que están lejos de ser ideales. Un poco de resiliencia vamos. Total, ya estaba tratando de mantener a flote un negocio ruinoso. Era complicado que tener que salir y entrar de aquel rompecabezas cada día pudiera empeorar la situación. Ahora, que, en comparación con la mazmorra, mi coche (el mismo que entonces) duerme en el paraíso, aprecio más el poder tener ciertas comodidades, pero creo que experimentar cierto grado de incomodidad y adaptarnos a ella, o incluso sacar algún aprendizaje es algo que todos deberíamos vivir en algún momento.

Nos vemos otro día.

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