Igual que los muertos vivientes, hay otra criatura ancestral que se camufla entre nosotros, y que a veces se pinta como que es un mito, por hacer la gracia. De gracia nada, son tan reales como tú o yo. No me referiré a los cuñados como a las parejas de nuestros hermanos, que también. Hablo de aquellos que jamás dirán que no tienen ni idea del tema que se está tratando, y quienes siempre podrán superar todo lo bueno en positivo, y lo malo en negativo que el interlocutor comparta con ellos. Son aquellos que, aun sin haber sido requeridos para resolver un problema, van a hacer acto de presencia para iluminar al personal, que, provisto de unas gafas de sol, puedan soportar la luz con la que bañan a su querido público.
De dónde salen
Teniendo en cuenta el enfoque de los cuñados que estoy tratando, la relación no suele ser bidireccional como la relación estrictamente familiar. Lo habitual es que uno sea el cuñado y el otro no. Si no es el caso, pueden pasar dos cosas. Una, que por suerte, ninguno de los dos sea un cuñado, y otra, que sería la mala, que los dos sean cuñados. En ambos casos, las partes se sentirán como pez en el agua.
Pero, ¿Cómo se llega a ser un cuñado? ¿Qué puede pasar en la vida de alguien para llegar a engrosar más este colectivo? Los mitos populares dictan que el cónyuge de un hermano o el hermano de un cónyuge (hombres típicamente, porque en mujeres ahora se denominan «Charos«) pueden denotar cierta percepción exagerada de sí mismos en cuanto a conocimiento o aptitudes para lo que sea, además de ser esencialmente un notas carente de todo tipo de decoro. Maldición, esta última frase ha quedado como del siglo XV.
Tener este tipo de parentesco no parece suficiente motivo para que alguien se convierta en don sabelotodo, pero por suerte, la ciencia tiene una respuesta. Una lo suficientemente clarificadora, al menos para mí. Lo descubrí de casualidad viendo un día una entrevista de Alex Fidalgo al doctor Manuel Martín Loeches, que es un viejo conocido para mí gracias a Cuarto Milenio y sus disertaciones en neurociencia. El doctor comenta algo así como que hay un tipo de mecanismo neurológico que se llama síndrome de Dunning-Kruger que provoca que aquellos individuos que tienen poco o ningún conocimiento sobre una materia en cuestión, compensan dicha falta de conocimiento con… alardes de conocimiento.
Suena del todo ilógico, pero oye, parece que funciona así. Y además, por si fuera poco, resulta que estos sujetos tienden a subestimar las capacidades del resto. Manda huevos.
Lo triste de este asunto, antes de que me meta a comentar otros detalles, es que me consta (y a quien lea esto seguro que se le viene algún caso a la cabeza), que a los cuñados sénior les suele ir muy bien en ciertos entornos, tanto personales como profesionales. Pongamos el caso, que el entrevistador no sea un experto técnicamente y de él dependa la contratación. La seguridad del cuñado será rebosante, y el entrevistador va a pensar que el tío es la bomba. Lo mismo en entornos sociales. Pongamos una cena de Navidad, con toda la familia a la mesa. Primos, tíos y demás familia presentes, pasándose la bandeja de cigalas, el pavo y los polvorones. Si después de este maravilloso evento, alguien ha sido especialmente incisivo o incluso plasta con determinados temas, ese, sin duda, es el cuñado.
La ignorancia es la felicidad
Eso dice el dicho, pero puede que no sea tanto. Sobre todo tras escuchar lo que dice el doctor. Lo que sí es cierto es que la sabiduría es la infelicidad. Resulta que quien no tiene suficientes piezas para construir una base de conocimiento suficiente, tampoco tiene manera de sospechar que está equivocado, o que no tiene ni idea de cómo hacer algo. Por lo tanto, cualquier cosa parece sencilla, y con poner toda esa aparente autoconfianza traducida en palabrería, ya llega para salir del paso. ¿Arreglar el coche? Fácil, lo he visto hacer mil veces a mi mecánico. ¿Instalar Windows en ese portátil? Bah, mi primo informático no es muy espabilado y sabe hacerlo. ¿Poner en marcha el acelerador de partículas? Pan comido.
Por norma general, y en experiencia propia, la gente que conozco que considero, tiene más coco, suelen ser gente humilde, y con algo de mundo recorrido (no hablo de cruzar el mundo cada año en las vacaciones de verano).
Con esto no quiero decir que yo sea doctor honoris causa ni mucho menos. Me gusta consolarme simplemente pensando que no soy un cuñado. Lo que me ocurre es que por determinadas causas, siempre considero lo que hago como que no vale ni para sonarse los mocos, y que no tengo ni pajolera idea de nada, lo cual no es tampoco una situación ideal. Pero me sirve para ser consciente de las veces que, cuando alguien me pregunta determinadas cosas, contesto «No tengo ni idea». Ergo, en un juicio para determinar mi cuñadismo, tendría papeletas para que el jurado popular votase inocente en su mayoría.
Este razonamiento, y haber empleado unos minutos buscando información acerca del síndrome Dunning-Kruger me llevó a enterarme de que quienes manifiestan este comportamiento suelen tener una falta absoluta de autoconciencia o autoevaluación. Igual que cuando Homer iba a entregar el paquete a correos y llegaba tarde, y no quería mirar los semáforos porque si los veía era ilegal (más o menos). Esto hace que el sujeto en cuestión no ate cabos cuando mete la pata hasta el fondo y escurrirá el bulto para que, en su mente, otro haya sido el responsable, quedando siempre impune y con el nombre bien limpio.
La mente es maravillosa
Ciertamente lo es. No tenemos ni idea de lo que sucede dentro de nuestra almendra. Pero lo que sí está claro es que hay cables que se sueldan desde bien pequeños, y luego no se cortan ni a palos. Dentro de la gama de irregularidades que se pueden dar, ser un cuñado no es tanto trauma. Ser un narcisista sería infinitamente peor. Y de cómo son los narcisistas, para variar, sé algo. Otro día le damos a ese tema.
Lo más divertido de un cuñado es que siempre tiene charla. Dice muchas cosas, y aunque no se puede tomar nada de lo que diga como cierto al 100%, pasar un rato escuchándolos (siempre que seamos conscientes de con quién estamos hablando), para comentar luego la jugada en casa es bastante ameno.
Ahora en serio, y ahora me pongo la gorra de hombre de ciencias que soy, aunque empiece a tirar mucho por las letras últimamente. Se han hecho estudios acerca de lo que en el fondo causa un comportamiento cuñadil. Todo gira en torno a la metacognición: ser incapaz de evaluarse a uno mismo. Y he encontrado algún artículo en el que se proponen remedios. ¡Remedios! ¿Es acaso eso posible?
Parece que con formación se puede atenuar el síndrome, pero no lo veo tan claro. Supuestamente, cuando alguien cuyo conocimiento imaginario se asienta en nubes de colores empieza a llenar la cabeza de conocimiento real y echa cemento en el suelo, la cosa empieza a cambiar.
No diré que es imposible, porque de este tema, poco sé, más allá de interacciones con cuñados que andan por ahí, pero para reconocer que se necesita saber más, hace falta ser consciente de ello, y la propia naturaleza de un cuñado impide este tipo de asunciones. El loco nunca sabe que lo está, vamos.
Resumen de la jugada, y ya para terminar. Me llama mucho la atención que la mente se comporte así. Cuando se sabe mucho, se cree que no se sabe nada. Cuando se sabe poco y falla la metacognición, la mente genera una capa para aparentar saber. Nada tiene sentido, maldita sea. Pero saber un poco acerca de lo que la ciencia dice de algo que parece una leyenda urbana como son los cuñados, puede ayudar a comprender un poco mejor a ese que te encuentras cada poco, y que siempre tiene algo que explicar mientras te da toquecitos con el dorso de su mano en tu hombro, para que no pierdas detalle alguno.
Nos vemos.
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