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Todo lo que se considera un tópico tiene parte de verdad. Incluyendo lo que se atribuye a quienes viven en distintas partes de España, por poner un ejemplo de tópicos. Que si los gallegos vivimos entre vacas, sin Wifi y comiendo percebes, que si los andaluces duermen mucha siesta y tocan la guitarra a todas horas, que si los madrileños son muy echaos p’alante, que si los catalanes son rácanos, etc. No hace falta irse muy lejos para darse cuenta de las diferencias. En Galicia, mismamente, ya noto diferencias entre las provincias, y lo mismo le pasará a quien viva en cualquier parte del país.

Con la famosa crisis de los cuarenta, tres cuartos de lo mismo. Y como llevo casi dos años en esta década, se supone que algo sabré. De hecho, pensaba que nada más cumplir cuarenta años, algo se removería en mi interior y me convertiría en alguien deplorable que se compraría un descapotable de cuarta mano y se fugaría con una rubia llamada Svetlana, según el concepto que se tiene de esta etapa.

En la práctica, no ha ocurrido nada de eso. Mi coche es el mismo que hace 18 años y no tengo, en primer lugar y más importante, necesidad, y después, ganas y tiempo de hacer match con nadie más. Pero, rascando un poco la superficie, sí es verdad que algo hay. Todo se mueve por ciclos, y en el fondo de nuestro ser, pensamos que, en torno a la década de los cuarenta, no estamos ya, como quien dice, a punto de despegar para comernos el mundo. Tampoco es que sea momento de ir mirando una caja de pino, pero es algo así como la mitad del camino, y eso nos lleva a hacer una especie de revisión interna de lo que hemos hecho, de lo que no, y de lo que haremos para remediar lo que está mal, o hacer lo que ni hemos empezado. Un punto de inflexión, vamos. Es pasar por la banderita de mitad del nivel en el Mario Bros sabiendo que si palmas, aparecerás en ese punto de nuevo.

Sea como sea, una cosa es clara, estadísticamente hablando. Sin importar el estilo de vida o la configuración familiar, a finales de la veintena o principios de la treintena, llega el final de la etapa de estudios y toca hacerse un hueco en alguna parte. Quien quiera tener familia, eso que ya empieza a ser cosa anticuada, es la etapa en la que típicamente se asienta la relación de pareja, se buscan las condiciones idóneas, y en medio de la vorágine de crecer profesionalmente, y casi sin darnos cuenta, ¡zas! Ya está hecha la familia. Y si no hay familia, todas las energías irán posiblemente destinadas a buscar galones y condecoraciones que afiancen con clavos bien gordos el futuro profesional. Si acaso otro día hablo sobre lo que pienso acerca de esta complicada decisión de qué hacer cuando hay que elegir entre hacer una familia o crecer aún más profesionalmente (porque sí, muchas veces toca elegir).

La etapa de parón

Seguramente, el hombre de las cavernas no tenía ni idea de lo que era la crisis de los cuarenta. Un día tendría hijos, y su mujer estaría más tiempo en la cueva cuidándolos mientras el hombre estaba afuera tratando de no ser devorado por algún animal salvaje y de paso traer un jabalí o unos conejos para asar apaciblemente en su tranquila cueva. Hasta hace como cuarenta años, la sociedad tenía cierto parecido con los neanderthales, pero tomando cervezas en el bar y viendo el fútbol en la tele.

Hoy día ya todo está más nivelado, y todos, hombres y mujeres, tenemos cosas que hacer. Mejor dicho, hay cosa que queremos hacer. Que si salir con los colegas en bici, jugar a un juego de rol, quedar a tomar un café los viernes, echar ese partido de pádel, ver esa serie nueva, o pintar cuadros.

Contaré la versión de la historia que conozco, que es esa que incluye hacer una familia. Sobra decir que ser padre o madre es lo más cansado que existe, y que la escasa conciencia por la conciliación hace que sea un camino un tanto agotador, pero que compensa con creces. El caso es que en este momento, y hasta que el menor de los hijos que cada uno tenga alcance cierta edad, hay poco margen de maniobra.

Obviamente, siempre hay quien dice: «Bueno, a ver, no pasa nada. Tengo a mis padres, a mi hermano y a mis suegros. Si ellos se encargan de los coles, comidas, y se ocupan de los enanos en verano, pues ni tan mal». Con este tipo de comodines supongo que la cosa irá de otra manera. Lo supongo porque no es mi caso. Y decir que quienes más ayuda tienen, suelen ser los que más se quejan. Qué cosas…

Ya sea por tema familiar y/o profesional, es una década en la que hay poco tiempo libre, y para bien o para mal, queremos volver, un poco al menos, a una situación que se pareciese algo a lo que ocurría antes de los treinta, y es algo totalmente comprensible. Lo que sí saco en claro de esta etapa es que, aunque sea complicado, hay que mentalizarse de que todo pasa, y poco a poco, lo que empieza con un ratio de 90/10 en cuanto a locura y disfrute respectivamente, se va nivelando, además de que, cuando tengamos 60, y con total seguridad, pensaremos que estábamos cojonudamente bien con las preocupaciones que dan los niños pequeños.

El momento de recuperar

La ciencia de la paternidad nos dice que el momento más bajo en términos de tiempo y energía es cuando el último de los hijos que alguien planea tener acaba de nacer. Desde ese momento, solo puede ir todo hacia arriba, y poco a poco, desde el fondo del pozo lleno de fango, alguien abre la tapa, allá en lo alto, y se hace la luz, a lo lejos. Con el paso del tiempo, y a base de trepar por las resbaladizas paredes, igual que Bruce Wayne cuando escapaba de la prisión en la que estaba confinado en el Caballero Oscuro, es posible llegar a respirar aire fresco.

Justo en este punto es cuando las cosas raras suceden, según dice la leyenda de la crisis de los cuarenta. Mitad del camino, tras una agotadora etapa en la que no hay tiempo ni de ir al servicio tranquilo, y en la que las relaciones familiares son intensas. Pues hay cabezas que pueden colapsar. Entonces es cuando hay quien se da cuenta de que no tiene lo que quería, y piensa que ha tirado con su vida y claro, toca mirar el descapotable de segunda mano y buscar a Svetlana en Tinder. No siendo este el caso, y ahora hablo a título personal, creo que ese sentimiento de hacer algo que sea de uno mismo, y de nadie más, aparece con fuerza cuando se está a medio camino de la escalada a la tapa abierta del pozo.

Cuando ya se puede rebajar el nivel de dedicación porque los chavales son mayores y se les supone un poco de cabeza, cada minuto libre que aparece por delante, se atrapa sin pensarlo, y se disfruta como si fuera una hora. Más de una vez me he visto a mí mismo diciendo: «No me lo puedo creer, estoy hablando con adultos de temas banales mientras no estoy en estado de alerta para evitar que alguno de los enanos se parta la crisma».

De hecho, estas líneas son una de esas «vías de escape» que sirven para que me pueda decir a mí mismo: «Bien, sigues siendo alguien capaz de hacer algo que no sea correr como pollo sin cabeza en casa, en el parque y el supermercado, siendo arrastrado por todo lo que hay que hacer». Además de este y otros proyectos literarios más ambiciosos, volver a ponerme el dobok y entrenar será una maravilla mental y físicamente cuando se materialice en el corto-medio plazo.

Conclusiones

Como alguien que está, en el momento de escribir estas líneas, sumido de lleno en este momento considerado crítico, puedo opinar con cierta autoridad sobre el tema que nos toca hoy.

Pienso que hoy en día es todo muy intenso. Nos preocupamos mucho de nuestros chavales (o deberíamos). Al menos más que antes. Recuerdo haber crecido pasando las tardes de verano con otros chavales poco mayores que yo, y todo iba perfecto. Hoy, con 8 años, no dejamos ir a nuestros chavales a por el pan. Los trabajos son exigentes también. No es como antes que con un sueldo la vida seguía su curso. Hoy el puñetero aceite está caro como la tinta de impresora, haciendo que trabajar uno solo en casa sea una odisea, y compaginar en la treintena todas las tareas que se nos presentan, taladra en ocasiones la sesera. En general, hay poca paciencia, se quiere todo para ya, y eso no ayuda tampoco.

Tanta presión no es saludable, definitivamente, y todos necesitamos espacio personal. Pero sobre todo, tenemos que saber qué leches queremos. La famosa crisis de los cuarenta no es más que la explosión mental que se da como consecuencia de haber pasado demasiado tiempo en una situación que está muy lejos de lo que uno quiere. Llegan quizás presiones familiares para contraer matrimonio y embarcarse en la odisea de la familia, y por no disgustar a quienes no deberían meterse en ciertos asuntos, se pasa por el aro. Puede que sea a la propia pareja a quien no se quiere disgustar también. Lo que es claro es que a quien no se debe disgustar jamás es a uno mismo. Todo viene de rebote irremediablemente, y ese rebote puede darse de maneras poco elegantes, como comenté al principio.

¿Remedios? Pues fácil. No embarcarse en proyectos comprometedores por complacer a nadie. Es mejor mandar todo al traste antes de empezar, sin lugar a dudas. Es mejor saber qué queremos hacer. De paso, ser consciente de que lo negativo no suele mejorar. Los hijos no suavizan nada. El matrimonio o irse a vivir con alguien, tampoco. También ayuda el saber que no hay que tirarse de los pelos a partir de los cuarenta.

La vida es larga, al contrario de lo que se suele pensar. Hay mucho tiempo de hacer cosas nuevas, y siempre es buen momento para emprender proyectos nuevos. La idea de pensar que a partir de esta década ya vamos cuesta abajo sin control, además de ser mentira, es contraproducente. Tratar de mantener un pequeño contacto con la realidad a la que hay que decirle hasta luego en etapas en las que, como ya expuse, no queda tiempo para nada, creo que es altamente recomendable. Siempre hay hueco para unas cañas con algún colega o salir a caminar o correr. Meditar. Siempre meditar. Luego ya todo se estabiliza. O eso espero, maldita sea. Estoy a pocos metros de la tapa del pozo. El aire fresco vuelve a darme en la cara.

Ya os contaré.

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