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Hay quien dice que todos los niños son adorables. Como si tener una corta edad concediese de manera automática el carnet de persona maja. Igual que los bebés, que hay quien dice que todos son bonitos. De eso nada. Quien dice eso, no ha visto suficientes.

Como siempre sucede, no se vive realmente algo hasta que se está dentro. La paternidad brinda muchas cosas, pero una de ellas es el pase platino a parques infantiles. Ese mundo paralelo que tiene sus propias reglas no escritas. Como una jungla en miniatura, de manera figurada, y llena de pequeñas y esquivas criaturas, ya en el sentido más literal de la palabra.

Los parques infantiles son ese lugar en el que se gestan los potenciales adultos, que un día se relacionarán con otros de su quinta o similar. Quizás con tus hijos. Tendrán permiso para votar, conducir un coche o incluso para ser a su vez padres. Pero lo más importante de los parques es que, teniendo la manía que yo tengo de fijarme en todo, es llamativo ver cómo el comportamiento de ciertos niños de apenas cuatro años, ya es un reflejo claro de quienes lo están criando. O intentándolo. O ni eso.

No nos equivoquemos. No soy perfecto como padre. Tengo mis cosas, naturalmente. Pero creo que en una campana de Gauss, ando por el mogollón del medio, que diría, cada vez se hace más pequeño. Los extremos son lo que me interesa hoy. No todos los bebés son guapos, y no todos los niños son majos. Algunos me caen fatal. Hablamos de los niños repelentes.

Creo que ha llegado el momento de las historias que son hechos reales. Hace poco, en mi parque de referencia (el que tengo más cerca de casa) viví una situación, por suerte, como espectador. Eso sí, en primera fila. Estábamos con varios conocidos de hace años y sus hijos, que son amigos de los míos porque se conocieron en ese mismo parque cuando iban todavía en silla de paseo y empezaban a caminar. Hacía buen día y el lugar estaba a rebosar. Algún cumpleaños, partidos de futbol en el césped, alguna bici… El caos de siempre pero multiplicado por cuatro.

A mi lado, uno de los papás a los que conocía, estaba explicando a otra madre que no conocía de nada un tema relacionado con algún desacuerdo en el colegio, bastante enérgicamente. Su hijo pequeño (el de mi colega), andaba por ahí jugando con otro a la pelota, y dos enanos con cara de creer ser más listos que la media se acercaron a ellos y les dijeron algo. El hijo de mi colega se acercó con su amigo y le contó a su padre lo ocurrido. Se ve que los instigadores se acercaron a llamarles «putos», así sin venir a cuento.

Con estas, su padre, fijó su atención en los instigadores, que, haciendo alarde de su percepción sobre ellos mismos, se acercaron nuevamente para seguir vacilando, incluso delante de los adultos. Les dijo que si les parecía bien decir tales cosas, y que a lo mejor iba a hablar con sus padres, a ver qué les parecía. Estos tampoco se dieron media vuelta y escaparon despavoridos ante tal amenaza, pero como el discurso era en voz alta, la madre de los instigadores ya se estaba acercando a paso apurado.

En ese momento pensé que habría dos opciones. La madre podría acercarse a llevarse de la oreja a sus dos retoños por su falta de educación, o podría defenderlos a capa y espada y enfrentarse a mi colega. Pues, obviamente, tenía más que decir. Según ella, son niños, y habrán escuchado eso en alguna parte, y todo era totalmente normal, a lo que mi colega, con toda la razón del mundo, le contestó que sus hijos también escuchan barbaridades, pero no van por ahí llamando «puto» a cualquiera.

A ver, con un sentido de la justicia medianamente desarrollado, lo ocurrido es lo justo. También digo que la peña está fatal, y podía aparecer detrás de un árbol el padre, y a lo mejor no quería precisamente hablar. En cualquier caso, todo terminó bien, y se dedicaron algunas últimas puyas en la lejanía mientras la madre volvía al mismo lugar del que salió para seguir de cháchara con su corrillo de amigas y no haciendo ni caso de lo que sus hijos estaban haciendo, igual que antes de la trifulca.

Casos como estos, a montones. Hablo de los que van al parque a soltar a sus hijos, como quien suelta a un perro para que corra por el campo un rato, y lo recoge cuando es hora de irse. Es mi opinión, por supuesto, pero creo que aunque nos fastidie tener que mantener la antena en un estado medio de vigilancia, no hay que relajarse demasiado. En edades tempranas se desarrolla la personalidad, y los chavales hacen lo que ven en casa. Por eso, es fácil imaginar de qué tipo de progenitores viene el típico mini-pirata de parque infantil que arregla todo a manotazos y va por ahí adueñándose de juguetes ajenos.

En mi caso particular, he tenido suerte de no tener discusiones con otros padres por este tipo de cuestiones. Cuando iba a ser padre, quería tener una niña. Mi motivación era que luego podría poner a prueba a sus novios, como hacía Will Smith en Bad Boys, no recuerdo si era la primera o segunda parte. Viendo cómo se comportan en términos generales niños y niñas, estoy más que feliz de haber tenido solo niños. Y como sustitutivo de los vaciles a los novios de mi hija, cosa que seguro que al final terminaría por no hacer, cuando tengo ocasión, les digo que no a alguno de estos que creen que con su cara adorable niño, nadie les llevará la contraria.

En el mismo parque de referencia de antes, hay la típica casa a la que se sube por escaleras y otras vías, y tiene tobogán y los accesorios típicos. Subía con el pequeño por las escaleras y arriba de todo había una niña rubia de unos tres años o así. Nada más poner el pie en el último peldaño, ya nos dijo, en esencia, que no estábamos en la lista. Pude ignorarla o hacerme el despistado e ir por otro sitio, pero en lugar de eso, le pregunté a mi hijo si se quería sentar al lado de la niña. Y lo llevé. Ella se estaba molestando visiblemente. Después de todo, según ella, no estábamos en la lista, y estábamos violando las leyes del local. Lo senté y ella se arrimaba hacia él arrastrando el culo poco a poco con la intención de sacarlo de allí.

Miré por una rendija de la casita y creí identificar a su padre, que estaba de charleta. Puse mi mano al lado de mi hijo para que no se pudiera acercar, y ella volvió a la carga. Dijo que no podía entrar nadie. Le contesté que eso no era así, y que la casa era de todos. Nada de eso encajaba en sus esquemas. Empezó a subir el tono y yo, como quien habla con el cura en el confesionario, le dije claramente que no tenía razón y que mi chaval se iba a quedar allí. Y para mi suerte, él estaba contento allí. Eso era lo más importante. La idea era que el padre de la niña se diese cuenta de que algo pasaba y se acercase, y es lo que pasó al final.

Solo al escuchar las quejas de su niña, ya empezó muy levemente a decirle: «Sofía, el niño puede estar también ahí contigo», a lo que ella contestó firmemente que no. Esto se repitió como ocho o nueve veces, y ella se mantuvo en sus trece. Entonces, el padre le dijo que si seguía así, la bajaría y se irían, pero las convicciones de ella eran fuertes, para su desgracia. Debo aplaudir que el padre cumpliese sus condiciones, y como la situación no parecía apaciguarse, subió por las pequeñas escaleras, cogió a Sofía y se la llevó entre berrinches por no haber podido defender lo que creía que eran sus dominios.

Mientras esto sucedía, y el padre bajaba con ella al hombro, cruzamos una mirada, y pensé: «Sofía, lo siento, pero es lo que hay». Al cabo de un minuto, mi hijo se aburrió y se marchó a hacer otra cosa, y aunque nos encontramos con Sofía más veces, no hubo situaciones similares de nuevo, pero no por lo sucedido, evidentemente.

Tanto en un caso como en el otro, diré que aunque al menos mi hijo mayor sea movido, nunca jamás le he visto tratar mal a nadie. Y eso que tiene genio. Con esto, y salvo raros casos, no parece casualidad que, educar, corrigiendo ciertas actitudes tenga su efecto después de todo. Luego ya, la confianza dentro de casa, es otra cosa.

Cerraré con un mensaje que creo bastante útil. No quiero llamarlo consejo porque no soy quién para darlos. Como decían los abuelos, los árboles hay que enderezarlos de pequeños, porque luego es tarde. Esa expresión me suena un tanto dura y no me acaba de convencer cómo suena. Pero la idea es la misma. Educar es muy cansado a veces, pero sin duda, merece la pena. Con el tiempo todo se va suavizando, pero al principio, es conveniente poner un ojo en lo que hace nuestra progenie. A mí, al menos, me interesa que de un buen ejemplo. No tanto de montar a caballo o tocar el violín. Esos pueden ser unos completos energúmenos también. Si no a tener un respeto hacia el resto que a veces parece que escasea cada día más.

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