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Para sorpresa de nadie, es una realidad que nos cuesta un poco estar satisfechos con lo que tenemos. No diré que no tenemos derecho a quejarnos si no vivimos en condiciones deplorables o con circunstancias extremas. Todo el mundo tiene derecho a patalear en su escala, digamos, de objetivos.

También es verdad que parece que hablo por todo el mundo y no es el caso. A mí me pasa, y estadísticamente le pasará a mucha gente. La banderilla que está clavada en la arena y a donde debo llegar está muchas veces lejos. Las hay que están cerca, pero si llego a una, ya pongo otra más lejos. Y las que están a leguas, pues generan esta sensación de insatisfacción. Y voy a matizar esto. No estoy tirado por los suelos, agonizando por no conseguir lo que quiero. Es más bien una sensación de necesitar algo más para alcanzar lo que podría definirse como plenitud. Sé perfectamente que llegar a ese punto es como el perro intentando morder su propia cola. Podría haber titulado esta entrada «Como ser feliz», pero no es de lo que quiero hablar exactamente, y ese título, además de estar trillado, suena ñoño a más no poder.

El no estar contento nunca es algo que, pensado fríamente, suena bastante ridículo. La pareja de homínidos que hace cientos de miles de años vivía en su apacible cueva no tenía estos dilemas morales. Seguramente ninguno de los dos se agobiaba pensando si el vecino tenía su cueva mejor decorada, o empleaba una técnica más avanzada para mantener su hoguera encendida más tiempo, o si cocinaba el jabalí a baja temperatura. Y menos aún se planteaban que quizás sus objetivos vitales podrían no verse cumplidos, que se les ha pasado el arroz, o que se les ha caído el internet sin saber cuando volvería.

Vivimos en la más absoluta plenitud y parece que somos más infelices que nunca. Incluso tenemos unos cacharros que le das a un botón y te limpian la casa, y desde el móvil le puedes ordenar que se vuelva a su casa a recargar baterías. La pareja de la cueva ni podría soñar con tal cosa, pero de haber existido robots aspiradores en la edad de piedra, probablemente la felicidad de la población hubiera caído notablemente.

Siempre hay que estar haciendo algo

No sé exactamente qué pasa ahora, pero parece que todo lo que se hace tiene que estar dotado de intencionalidad. Hay que planificar las horas que dormimos, las rutinas de la mañana, un número de horas de ejercicio por semana, y ya no hablemos de todo lo referente a la ciencia de la productividad en el trabajo. Parece que todo esté orientado a que nos exprimamos como naranjas para que cada día nos vayamos a dormir secos como la mojama, y vuelta a empezar al día siguiente. Añadiendo el tema de niños solo vuelve todo más complejo. Hace veinte años, íbamos tirados en el asiento de atrás de los coches de cualquier manera, y todo era más sencillo, y ahora hay que estar al loro de mil cosas, incluyendo las intrincadas buenas prácticas actuales de, por ejemplo, la gestión de los cumpleaños. Una historia.

Todo esto sucede porque existe una especie de sentido de la competitividad, por el cual, si nos dejásemos arrastrar, sería imposible dormir tranquilo. Hay que hacer más que el resto, y mejor, porque de lo contrario, nos quedamos atrás, y en ese momento, seremos arrastrados por la corriente directamente al olvido. Es un tema bastante típico en entornos de redes sociales, que me alegro de no frecuentar. A cambio, tengo este espacio que no tiene apenas público, pero me permite tirar botellas con mensajes por ahí, y lo mejor que me puede pasar es que alguien me ponga a parir en los comentarios.

Este asunto de las comparaciones y la competitividad en redes, la verdad, paso bastante, de lo cual me alegro. Nunca he sabido cómo usar Facebook o Twitter. Siempre que he intentado buscarle un sentido, terminaba en el punto de ver que tendría que publicar cualquier cosa que hiciese o pensase, y eso es muy cansado. Requeriría de mi parte una dedicación que no estoy dispuesto a ofrecer, porque implicaría estar pegado al móvil todo el día atento a lo que otros dijesen. Digo esto porque es una de las muestras de que hoy todo va acelerado muchas más veces para las que estamos preparados. Pretender estar a todo de una manera muy eficiente hace que las horas no den; que vayamos con la lengua fuera a todas horas.

Se me pasó por la cabeza este tema, como no podía ser de otra manera, porque creo que, de alguna manera, he caído en esta especie de auto-trampa en la que intento demostrarme a mí mismo que puedo hacer de todo. Leer mucho, trabajar eficientemente, escribir, dedicar tiempo a los chavales, y (esto es importante recalcarlo) sin comodines de familiares ni ningún otro. Estamos solos ante el peligro. Y con todo esto, pensaba que siempre debería estar haciendo algo. Siempre que no estuviese ocupado con algo, y eso deja poco margen de maniobra. Y estoy algo cansado en el preciso instante que escribo estas líneas. Por supuesto, intentar llegar a todo nunca puede terminar bien. O bien, aparece la frustración de no poder llegar, o el cansancio, o ambas cosas.

Ahora bien. Ante la pregunta de por qué hacemos (o hago) esto, la respuesta que se me viene a la cabeza es la intención de llegar a un estado de satisfacción o plenitud (llamémosle como queramos) que permita digerir mejor la locura del día a día. La mala noticia es que tal cosa no existe. No al menos como nos lo imaginamos.

Solo estaremos contentos a veces

Me gusta el rollo de la psicología, la verdad. Me intriga cómo funciona la mente, y creo que es posible que nunca comprendamos del todo como se mueve todo ahí arriba. Lo que está claro es que, los asiduos compradores de libros de autoayuda, escritos en su mayoría por gente con rasgos psicopáticos (probablemente) quieren estar siempre bien, y llegar a ese estado perpetuo de bienestar.

Tal misión solo sería posible en caso de consumir ciertas sustancias de manera habitual para ver todo de color de rosa, pero seguramente terminaríamos teniendo problemas con la ley. Fuera de ese acercamiento, todo será una montaña rusa. Como dice Fabián C. Barrio, la felicidad es un lugar que se visita a veces, y está perfecto así. Comer siempre el mejor solomillo dejaría de tener gracia con el tiempo. El truco es pensar que cuando todo parece arder alrededor, el fuego se apagará en algún momento, y llegarán esos momentos en los que parece que todo está donde debería, y al mismo tiempo, que en un suspiro, la entropía nos engullirá de nuevo. Problemas de los tiempos modernos, a fin de cuentas. El único fuego que nuestros ancestros conocían es ese que les daba calor en la cueva cuando afuera caía una nevada, y seguramente estuvieran en la gloria.

Lo que ocurre es que, como es menos costoso energéticamente pensar en desastres, porque estamos diseñados para eso, parece que siempre pesa más cualquier estupidez que todo lo bueno que sin duda hacemos.

En fin, va tocando coger todo lo dicho hasta ahora, ponerle un lazo, y darle una patada. Puede que todo vaya en el nivel de inquietud de cada uno, y en mi caso particular, me hago a lo mejor demasiadas preguntas, y casi todas orientadas al porqué de las cosas, de si sirven de algo o no, y sobre si estoy aprovechándome lo máximo o no. Como comenté antes, pasarse de la raya con estas cuestiones lleva a querer estar siempre haciendo algo, porque si no, sería como tirar el tiempo a la basura, y no se puede permitir que todo el mundo, que supuestamente va como una moto, me mire por el retrovisor partiéndose el culo.

Pensar demasiado es una muy mala idea, y es algo que siempre le digo a otros, pero que me cuesta aplicarme a mí mismo. Darle demasiadas vueltas a determinar si uno está haciendo lo óptimo siempre es un trabajo que nunca obtendrá respuesta, y siempre conduce a la insatisfacción, además de generar una niebla mental que hace que la presión de la olla empiece a hacer que el vapor salga silbando mientras la válvula da vueltas sin parar, y por eso a veces tengo la sensación de nunca estar contento.

Como siempre, en ausencia de leones y otros peligros reales, nuestra mente saca de donde no hay, y la única manera de que la niebla se disipe es no darle vueltas a las cosas. Poner la mente en hoy y ahora. No mirar mucho el móvil, y tirar un poco más por el hedonismo que por el tan popular estoicismo. Dejar que todo alrededor sea presa de la locura y cerrar las manos alrededor de una taza de café caliente en un día de frío, para sentirnos como ese hombre de las cavernas, que a fin de cuentas, es lo que somos en pleno siglo XXI.

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